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.:: DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA :: ART. 10 ::.
ARTÍCULO DIEZ: LA COMUNIDAD INTERNACIONAL

Temas:
LA FAMILIA HUMANA
LIBRE COMERCIO
PAZ Y GUERRA
ARMAS
EL BIEN COMÚN UNIVERSAL
ORGANIZACIONES TRANSNACIONALES E INTERNACIONALES
EMIGRACIÓN
DEUDA EXTERNA
TENSIONES NACIONALISTAS Y ÉTNICAS
LA ECONOMÍA GLOBAL 


I. LA FAMILIA HUMANA
324. Según la Revelación bíblica, Dios ha creado el ser humano- hombre y mujer-a su imagen y semejanza. Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres. Ni el individuo, ni la sociedad, ni el Estado, ni ninguna otra institución humana, pueden reducir al hombre-o a un grupo de hombres-al estado de objeto.... La Revelación insiste, en efecto, igualmente, en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados tienen en Dios un mismo origen. Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido “al principio”.... San Pablo declarará a los atenienses: “Dios creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra”; de manera que todos puedan decir con el poeta que son del “linaje” mismo de Dios (cf. Hech 17, 26, 28, 29). (La Iglesia ante el Racismo, nn. 19-20)
325. La Iglesia pertenece por derecho divino a todas las naciones. Su universalidad está probada en realidad por el hecho de su presencia actual en todo el mundo y por su voluntad a acoger a todos los pueblos. (Mater et Magistra, n. 178)
326. Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres de Cristo, “hijos en el Hijo”, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 40) 


II. LIBRE COMERCIO
327. La enseñanza de León XIII en la Rerum Novarum conserva su validez: el consentimiento de las partes, si están en situaciones demasiado desiguales, no basta para garantizar la justicia del contrario; y la regla del libre consentimiento queda subordinada a las exigencias del derecho natural. Lo que era verdadero acerca del justo salario individual, lo es también respecto a los contratos internacionales: una economía de intercambio no puede seguir descansando sobre la sola ley de la libre concurrencia, que engendra también demasiado a menudo una dictadura económica. El libre intercambio sólo es equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social. (Populorum Progressio, n. 59)
328. Queda por instaurar una mayor justicia en la distribución de los bienes, tanto en el interior de las comunidades nacionales como en el plano internacional. En el comercio mundial es necesario superar las relaciones de fuerza para llegar a tratados concertados con la mirada puesta en el bien de todos. Las relaciones de fuerza no han logrado jamás establecer efectivamente la justicia de una manera durable y verdadera, por más que en algunos momentos la alternancia en el equilibrio de posiciones puede permitir frecuentemente hallar condiciones más fáciles de diálogo. El uso de la fuerza suscita, por lo demás, la puesta en acción de fuerzas contrarias, y de ahí el clima de lucha, que da lugar a situaciones extremas de violencia y abusos. Pero-lo hemos afirmado frecuentemente-el deber más importante de la justicia es el de permitir a cada país promover su propio desarrollo, dentro del marco de una cooperación exenta de todo espíritu de dominio económico y político. Ciertamente la complejidad de los problemas planteados es grande en el conflicto actual de las interdependencias. Se ha de tener, por tanto, la fortaleza de ánimo necesaria para revisar las relaciones actuales entre las naciones, ya se trate de la distribución internacional de la producción de la estructura del comercio, del control de los beneficios, de la ordenación del sistema monetario-sin olvidar las acciones de solidaridad humanitaria-y así se logre que los modelos de crecimiento de las naciones ricas sean críticamente analizados, se transformen las mentalidades para abrirlas a la prioridad del derecho internacional y, finalmente, se renueven los organismos internacionales para lograr una mayor eficacia. (Octogesima Adveniens, n. 43)
329. No estaría bien usar aquí dos pesos y dos medidas. Lo que vale en economía nacional, lo que se admite entre países desarrollados, vale también en las relaciones comerciales entre países ricos y países pobres. Sin abolir el mercado de concurrencia, hay que mantenerlo dentro de los límites que lo hacen justo y moral, y, por tanto, humano. En el comercio entre economías desarrolladas y subdesarrolladas, las situaciones son demasiado dispares, y las libertades reales demasiado desiguales. La justicia social exige que el comercio internacional, para ser humano y moral, restablezca entre las partes al menos una cierta igualdad de oportunidades. Esta última es un objetivo a largo plazo. Mas para llegar a él es preciso crear desde ahora una igualdad real en las discusiones y negociaciones. Aquí también serían útiles convenciones internacionales de radio suficiente- mente vasto: ellas establecerían normas generales con vistas a regularizar ciertos precios, garantizar determinadas producciones, sostener ciertas industrias nacientes. ¿Quién no ve que un tal esfuerzo común hacia una mayor justicia en las relaciones comerciales entre los pueblos aportaría a los países en vía de desarrollo una ayuda positiva, cuyos efectos no serían solamente inmediatos, sino duraderos? (Populorum Progressio, n. 61) 


III. PAZ Y GUERRA
330. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima. Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual. Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar. La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres. Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Efe 4, 15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz. Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad. (Gaudium et Spes, n. 78)
331. El respeto y el desarrollo de la vida humana exigen la paz. La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es la “tranquilidad del orden” (San Agustín, De Civ. Dei, IX.13.1). Es obra de la justicia y efecto de la caridad. (CIC, n. 2304)
332. Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra: En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: “De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate” (GS, n. 78; cf. Is 2, 4). (CIC, n. 2317)
333. Es preciso respetar y tratar con humanidad a los no combatientes, a los soldados heridos y a los prisioneros. Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales, como asimismo las disposiciones que las ordenan, son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ella. Así, el exterminio de un pueblo, de una nación o de una minoría étnica debe ser condenado como un pecado mortal. Existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que ordenan genocidios. (CIC, n. 2313) 


IV. ARMAS
334. En sentido opuesto vemos, con gran dolor, cómo en las naciones económicamente más desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican todavía, enormes armamentos, dedicando a su construcción una suma inmensa de energías espirituales y materiales. Con esta política resulta que, mientras los ciudadanos de tales naciones se ven obligados a soportar sacrificios muy graves, otros pueblos, en cambio, quedan sin las ayudas necesarias para su progreso económico y social. (Pacem in Terris, n. 109)
335. “Tuve hambre, y no me disteis de comer ... estuve desnudo y no me vestisteis ... en la cárcel, y no me visitasteis” (Mt 25, 42). Estas palabras adquieren una mayor carga amonestadora, si pensamos que, en vez del pan y de la ayuda cultural de los nuevos estados y naciones que se están despertando a la vida independiente, se le ofrece a veces en abundancia armas modernas y medios de destrucción, puestos al servicio de conflictos armados y de guerras que no son tanto una exigencia de la defensa de sus justos derechos y de sus soberanía, sino más bien una forma de “patriotería”, de imperialismo, de neocolonialismo de distinto tipo. (Redemptor Hominis, n. 16)
336. La enseñanza de la Iglesia católica es, pues, clara y coherente. Deplora la carrera de armamentos, pide, al menos, una progresiva reducción mutua y comprobable, así como mayores precauciones contra los posibles errores en el uso de las armas nucleares. Al mismo tiempo, la Iglesia reclama para cada nación el respeto a su independencia, libertad y legitima seguridad. (Mensaje a la II Sesión especial de las Naciones Unidas sobre el Desarme, n. 5)
337. Una carrera desenfrenada a los armamentos absorbe los recursos necesarios para el desarrollo de las economías internas y para ayudar a las naciones menos favorecidas. El progreso científico y tecnológico, que debiera contribuir al bienestar del hombre, se transforma en instrumento de guerra: ciencia y técnica son utilizadas para producir armas cada vez más perfeccionadas y destructivas. (Centesimus Annus, n. 18) 


V. EL BIEN COMÚN UNIVERSAL
338. Las interdependencias humanas se intensifican. Se extienden poco a poco a toda la tierra. La unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma dignidad natural, implica un bien común universal. Este requiere una organización de la comunidad de naciones capaz de “proveer a las diferentes necesidades de los hombres, tanto en los campos de la vida social, a los que pertenecen la alimentación, la salud, la educación ... como en no pocas situaciones particulares que pueden surgir en algunas partes, como son ... socorrer en sus sufrimientos a los refugiados dispersos por todo el mundo o de ayudar a los emigrantes y a sus familias” (GS, n. 84). (CIC, n. 1911)
339. Así como no se puede juzgar del bien común de una nación sin tener en cuenta la persona humana, lo mismo debe decirse del bien común general; por lo que la autoridad pública mundial ha defender principalmente a que los derechos de la persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven incólumes y se aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre puede realizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo permite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con mayor facilidad. (Pacem in Terris, n. 139) 


VI. ORGANIZACIONES TRANSNACIONALES E INTERNACIONALES
340. Deseamos, pues, vehementemente, que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos. Ojala llegue pronto el tiempo en que esta Organización pueda garantizar con eficacia los derechos del hombre, derechos que, por brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales, inviolables e inmutables. Tanto más cuanto que hoy los hombres, por participar cada vez más activamente en los asuntos públicos de sus respectivas naciones, siguen con creciente interés la vida de los demás pueblos y tienen una conciencia cada día más honda de pertenecer como miembros vivos a la gran comunidad mundial. (Pacem in Terris, n. 145)
341. Esta colaboración internacional de alcance mundial requiere unas instituciones que la prepare, la coordinen y la rijan hasta constituir un orden jurídico universalmente reconocido. De todo corazón, Nos alentamos las organizaciones que han puesto mano en esta colaboración para el desarrollo, y deseamos que crezca su autoridad. (Populorum Progressio, n. 78)
342. Las relaciones entre los distintos países, por virtud de los adelantos científicos y técnicos, en todos los aspectos de la convivencia humana, se han estrechado mucho más en estos últimos años. Por ello, necesariamente la interdependencia de los pueblos se hace cada vez mayor. Así, pues, los problemas más importantes del día en el ámbito científico y técnico, económico y social, político y cultural, por rebasar con frecuencia las posibilidades de un solo país, afectan necesariamente a muchas y algunas veces a todas las naciones. Sucede por esto que los Estados aislados, aun cuando descuellen por su cultura y civilización, el número e inteligencia de sus ciudadanos, el progreso de sus sistemas económicos, la abundancia de recursos y la extensión territorial, no pueden, sin embargo, separados de los demás, resolver por si mismos de manera adecuada sus problemas fundamentales. Por consiguiente, las naciones, al hallarse necesitadas, de unas de ayudas complementarias y las otras de ulteriores perfeccionamientos, sólo podrán atender a su propia utilidad mirando simultáneamente al provecho de los demás. Por lo cual es de todo punto preciso que los Estados se entiendan bien y se presten ayuda mutua. (Mater et Magistra, nn. 200-202)
343. Hará falta ir más lejos aún. Nos pedimos en Bombay la constitución de una gran Fondo mundial alimentado con una parte de los gastos militares, a fin de ayudar a los más desheredados (Pablo VI, Mensaje al Mundo, entregado a los Periodistas). Esto que vale para la lucha inmediata contra la miseria, vale igualmente a escala del desarrollo. Sólo una colaboración mundial, de la cual un fondo común sería al mismo tiempo símbolo e instrumento, permitiría superar las rivalidades estériles y suscitar un diálogo pacífico y fecundo entre todos los pueblos. (Populorum Progressio, n. 51) 


VII. EMIGRACIÓN
344. El paterno amor con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres nos hace sentir una profunda aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su patria por motivos políticos. La multitud de estos exiliados, innumerables sin duda en nuestra época, se ve acompañada constantemente por muchos e increíbles dolores. Tan triste situación de muestra que los gobernantes de ciertas naciones restringen excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales es lícito al ciudadano vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales naciones, a veces, hasta el derecho mismo a la libertad se somete a discusión o incluso queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden de la sociedad civil se subvierte; porque la autoridad pública está destinada, por su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber principal es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus derechos. (Pacem in Terris, nn. 103-104)
345. El Continente americano ha conocido en su historia muchos movimientos de inmigración, que llevaron multitud de hombres y mujeres a las diversas regiones con la esperanza de un futuro mejor. El fenómeno continúa también hoy y afecta concretamente a numerosas personas y familias procedentes de Naciones latinoamericanas del Continente, que se han instalado en las regiones del Norte, constituyendo en algunos casos una parte considerable de la población. A menudo llevan consigo un patrimonio cultural y religioso, rico de significativos elementos cristianos. La Iglesia es consciente de los problemas provocados por esta situación y se esfuerza en desarrollar una verdadera atención pastoral entre dichos inmigrados, para favorecer su asentamiento en el territorio y para suscitar, al mismo tiempo, una actitud de acogida por parte de las poblaciones locales, convencida de que la mutua apertura será un enriquecimiento para todos. Las comunidades eclesiales procurarán ver en este fenómeno un llamado específico a vivir el valor evangélico de la fraternidad y a la vez una invitación a dar un renovado impulso a la propia religiosidad para una acción evangelizadora más incisiva. En este sentido, los Padres sinodales consideran que la Iglesia en América debe ser abogada vigilante que proteja, contra todas las restricciones injustas, el derecho natural de cada persona a moverse libremente dentro de su propia nación y de una nación a otra. Hay que estar atentos a los derechos de los emigrantes y de sus familias, y al respeto de su dignidad humana, también en los casos de inmigraciones no legales. Con respecto a los inmigrantes, es necesaria una actitud hospitalaria y acogedora, que los aliente a integrarse en la vida eclesial, salvaguardando siempre su libertad y su peculiar identidad cultural. A este fin es muy importante la colaboración entre las diócesis de las que proceden y aquellas en las que son acogidos, también mediante las específicas estructuras pastorales previstas en la legislación y en la praxis de la Iglesia. Se puede asegurar así la atención pastoral más adecuada posible e integral. La Iglesia en América debe estar impulsada por la constante solicitud de que no falte una eficaz evangelización a los que han llegado recientemente y no conocen todavía a Cristo. (Ecclesia in América, n. 65)
346. Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la “diferencia”, especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al “otro”, puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación. (Discurso a la L Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, 1995, n. 9) 


VIII. DEUDA EXTERNA
347. La existencia de una deuda externa que asfixia a muchos pueblos del Continente americano es un problema complejo. Aun sin entrar en sus numerosos aspectos, la Iglesia en su solicitud pastoral no puede ignorar este problema, ya que afecta a la vida de tantas personas. Por eso, diversas Conferencias Episcopales de América, conscientes de su gravedad, han organizado estudios sobre el mismo y publicado documentos para buscar soluciones eficaces. Yo he expresado también varias veces mi preocupación por esta situación, que en algunos casos se ha hecho insostenible. En la perspectiva del ya próximo Gran Jubileo del año 2000 y recordando el sentido social que los Jubileos tenían en el Antiguo Testamento, escribí: “Así, en el espíritu del Libro del Levítico (25, 8-12), los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo, proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional que grava sobre el destino de muchas naciones” (TMA, n. 36). Reitero mi deseo, hecho propio por los Padres sinodales, de que el Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, junto con otros organismos competentes, como es la sección para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado, busque, en el estudio y el diálogo con representantes del Primer Mundo y con responsables del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, vías de solución para el problema de la deuda externa y normas que impidan la repetición de tales situaciones con ocasión de futuros préstamos. Al nivel más amplio posible, sería oportuno que expertos en economía y cuestiones monetarias, de fama internacional, procedieran a un análisis crítico del orden económico mundial, en sus aspectos positivos y negativos, de modo que se corrija el orden actual, y propongan un sistema y mecanismos capaces de promover el desarrollo integral y solidario de las personas y los pueblos. (Ecclesia in América, n. 59)
348. De igual modo, en su lucha por la justicia en un mundo marcado por la desigualdades sociales y económicas, la Iglesia no puede ignorar el duro peso de la deuda, contraída por muchas naciones asiáticas en vías de desarrollo, con su consecuente impacto sobre su presente y su futuro. En muchos casos, estos países se ven obligados a recortar los gastos dispensados a las necesidades vitales como la alimentación, la salud, la vivienda y la educación, para poder saldar las deudas con las agencias monetarias internacionales y con los bancos. Esto significa que muchas personas están destinadas vivir en condiciones de vida que están en confronto con la dignidad humana. (Ecclesia in Asia, n. 40)
349. Los Padres sinodales han manifestado su preocupación por la deuda externa que afecta a muchas naciones americanas, expresando de este modo su solidaridad con las mismas. Ellos llaman justamente la atención de la opinión pública sobre la complejidad del tema, reconociendo que la deuda es frecuentemente fruto de la corrupción y de la mala administración. En el espíritu de la reflexión sinodal, este reconocimiento no pretende concentrar en un sólo polo las responsabilidades de un fenómeno que es sumamente complejo en su origen y en sus soluciones. En efecto, entre las múltiples causas que han llevado a una deuda externa abrumadora deben señalarse no sólo los elevados intereses, fruto de políticas financieras especulativas, sino también la irresponsabilidad de algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante de que sumas ingentes obtenidas mediante préstamos internacionales se han destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del país. Por otra parte, sería injusto que las consecuencias de estas decisiones irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron. La gravedad de la situación es aún más comprensible, si se tiene en cuenta que ya el mero pago de los intereses es un peso sobre la economía de las naciones pobres, que quita a las autoridades la disponibilidad del dinero necesario para el desarrollo social, la educación, la sanidad y la institución de un depósito para crear trabajo. (Ecclesia in América, n. 22) 


IX. TENSIONES NACIONALISTAS Y ÉTNICAS
350. Otros obstáculos se oponen también a la formación de un mundo más justo y más estructurado dentro de una solidaridad universal: nos referimos al nacionalismo y al racismo. Es natural que comunidades recientemente llegadas a su independencia política sean celosas de una unidad nacional aún frágil y se esfuercen por protegerla. Es normal también que naciones de vieja cultura estén orgullosas del patrimonio que les ha legado su historia. Pero estos legítimos sentimientos deben ser sublimados por la caridad universal, que engloba a todos los miembros de la familia humana. El nacionalismo aísla los pueblos en contra de lo que es su verdadero bien. Sería particularmente nocivo allí en donde la debilidad de las economías nacionales exige, por el contrario, la puesta en común de los esfuerzos, de los conocimientos y de los medios financieros, para realizar los programas de desarrollo e incrementar los intercambios comerciales y culturales. (Populorum Progressio, n. 62)
351. El primer principio es la inalienable dignidad de cada persona humana, sin distinciones relativas a su origen racial, étnico, cultural, nacional o a su creencia religiosa. Ninguna persona existe por sí sola, sino que halla su plena identidad en su relación con los demás. Lo mismo se puede afirmar de los grupos humanos. (Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1989, n. 3)
352. Todavía hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia religiosa, la cual, en diversas partes del mundo, va estrechamente ligada a la opresión de las minorías. Por desgracia, hemos asistido a intentos de imponer una particular convicción religiosa, bien directamente mediante un proselitismo que recurre a medios de coacción verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación de ciertos derechos civiles o políticos. (Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1991, n. 4)
353. El racismo no es patrimonio exclusivo de las naciones jóvenes, en las que, a veces, se disfraza bajo las rivalidades de clases y de partidos políticos, con gran perjuicio de la justicia y con peligro de la paz civil. Durante la era colonial ha creado a menudo un muro de separación entre colonizadores e indígenas, poniendo obstáculos a una fecunda inteligencia recíproca y provocando muchos rencores como consecuencia de verdaderas injusticias. Es también un obstáculo a la colaboración entre naciones menos favorecidas y un fermento de división y menosprecio de los derechos imprescriptibles de la persona humana, individuos y familias se ven injustamente sometidos a un régimen de excepción por razón de su raza o de su color. (Populorum Progressio, n. 63)
354. Si la Iglesia en América, fiel al Evangelio de Cristo, desea recorre el camino de la solidaridad, debe dedicar una especial atención a aquellas etnias que todavía hoy son objeto de discriminaciones injustas. En efecto, hay que erradicar todo intento de marginación contra las poblaciones indígenas. Ello implica, en primer lugar, que se deben respetar sus tierras y los pactos contraídos con ellos; igualmente, hay que atender a sus legítimas necesidades sociales, sanitarias y culturales. ¿Habrá que recordar la necesidad de reconciliación entre los pueblos indígenas y las sociedades en las que viven? (Ecclesia in América, n. 64)
355. La condenación del racismo y de los hechos racistas es necesaria. La aplicación de medidas legislativas, disciplinares y administrativas contra lo uno y lo otro, sin excluir las adecuadas presiones exteriores, puede ser oportuna. Los países y las organizaciones internacionales disponen, en orden a ello, de todo un ámbito de iniciativas por tomar o suscitar. Y es igualmente responsabilidad de los ciudadanos afectados, sin que por eso se deba llegar a reemplazar, mediante la violencia, una situación injusta por otra. Hay que procurar siempre soluciones constructivas. (La Iglesia ante el Racismo, n. 33)
356. El laico, cuya vocación particular lo coloca en el medio del mundo y cargado de las más variadas tareas, debe por está verdadera razón, ejercer una forma realmente especial de evangelización.... Su propio campo de actividad de evangelización es el vasto y complejo mundo de la política, de la sociedad y de la economía, pero también, el mundo de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social. Esto incluye también, otras realidades, que están abiertas a la evangelización, tales como el amor al hombre, la familia, la educación de los niños y adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. (Evangelii Nuntiandi, n. 70) 


X. LA ECONOMÍA GLOBAL
357. Una característica del mundo actual es la tendencia a la globalización, fenómeno que, aun no siendo exclusivamente americano, es más perceptible y tiene mayores repercusiones en América. Se trata de un proceso que se impone debido a la mayor comunicación entre las diversas partes del mundo, llevando prácticamente a la superación de las distancias, con efectos evidentes en campos muy diversos. Desde el punto de vista ético, puede tener una valoración positiva o negativa. En realidad, hay una globalización económica que trae consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producción, y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos países en lo económico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada. La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalización comporta, mira con inquietud los aspectos negativos derivados de ella. (Ecclesia in América, n. 20)
358. Para establecer un auténtico orden económico universal hay que acabar con las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el afán de dominación política, los cálculos de carácter militarista y las maquinaciones para difundir e imponer las ideologías. (Gaudium et Spes, n. 85)
359. El complejo fenómeno de la globalización, como he recordado más arriba, es una de las características del mundo actual, perceptible especialmente en América. Dentro de esta realidad polifacética, tiene gran importancia el aspecto económico. Con su doctrina social, la Iglesia ofrece una valiosa contribución a la problemática que presenta la actual economía globalizada. Su visión moral en esta materia se apoya en las tres piedras angulares fundamentales de la dignidad humana, la solidaridad y la subsidiariedad. La economía globalizada debe ser analizada a la luz de los principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional. En realidad, la doctrina social de la Iglesia es la visión moral que intenta asistir a los gobiernos, a las instituciones y las organizaciones privadas para que configuren un futuro congruente con la dignidad de cada persona. A través de este prisma se pueden valorar las cuestiones que se refieren a la deuda externa de las naciones, a la corrupción política interna y a la discriminación dentro [de la propia nación] y entre las naciones. La Iglesia en América está llamada no sólo a promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, sino también a colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como son el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneización. (Ecclesia in América, n. 55)
360. A pesar de que la sociedad mundial ofrezca aspectos fragmentarios expresados con los nombres convencionales de Primero, Segundo, Tercero y también Cuarto mundo, permanece más profunda su interdependencia la cual, cuando se separa de las exigencias éticas, tiene unas consecuencias funestas para los más débiles. Más aún, esta interdependencia, por una especie de dinámica interior y, bajo el empuje de mecanismos que no puedan dejar de ser calificados como perversos, provoca efectos negativos hasta en los países ricos. Precisamente dentro de estos países se encuentra, aunque en menor medida, las manifestaciones más específicas del subdesarrollo. De suerte que debería ser una cosa sabida que el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo, o sufre un proceso de retroceso aun en las zonas marcadas por un constante progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza del auténtico desarrollo: o participan de él todas las naciones del mundo o no será tal ciertamente. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 17)
361. Habiendo cambiado las circunstancias tanto en los países endeudados como en el mercado internacional financiero, el instrumento elegido para dar una ayuda al desarrollo se ha transformado en un mecanismo contraproducente. Y esto ya sea porque los países endeudados, para satisfacer los compromisos de la deuda, se van obligados a exportar los capitales que serían necesarios para aumentar o, incluso, para mantener su nivel de vida, ya sea porque, por la misma razón, no pueden obtener nuevas fuentes de financiación indispensables igualmente. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 19)
362. Otro campo importante en el que la Iglesia está presente en todo América el de las asistencia caritativa y social. Las múltiples iniciativas para atención de los ancianos, los enfermos y de cuanto están necesitados de auxilio en asilos, hospitales, dispensarios, comedores gratuitos y otros centros sociales, son testimonio palpable del amor a su Señor y consciente de que “Jesús se ha identificado con ellos” (cf. Mt 25, 31-46). En esta tarea, que no conoce fronteras, la Iglesia ha sabido crear una conciencia de solidaridad concreta entre las diversas comunidades del Continente y mundo entero, manifestando así la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y lugar. El servicio a los pobres, para que sea evangélico y evangelizador, ha de ser fiel reflejo de la actitud de Jesús, que vino “para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18). Realizado con este espíritu, llega a ser manifestación del amor infinito de Dios por todos los hombres y un modo elocuente de transmitir la esperanza de la salvación que Cristo ha traído al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es comunicada a los abandonados de la sociedad. Esta constante dedicación a los pobres y desheredados se refleja en el Magisterio social de la Iglesia, que no se cansa de invitar a la comunidad cristiana a comprometerse en la superación de toda forma de explotación y opresión. En efecto, se trata no sólo de aliviar las necesidades más graves y urgentes mediante acciones individuales y esporádicas, sino de poner de relieve las raíces del mal, proponiendo intervenciones que den a las estructuras sociales, políticas y económicas una configuración más justa y solidaria. (Ecclesia in América, n. 18)
363. Una de las notas más características de nuestra época es el incremento de las relaciones sociales, o de la progresiva multiplicación de las relaciones de convivencia, con la formación consiguiente de muchas formas de vida y de actividad asociada, que han sido recogidas, la mayoría de las veces, por el derecho público o por el derecho privado. Entre los numerosos factores que han contribuido actualmente a la existencia de este hecho deben enumerarse el progreso científico y técnico, el aumento de la productividad económica y el auge del nivel de vida del ciudadano. (Mater et Magistra, n. 59)
364. Las relaciones entre los distintos países, por virtud de los adelantos científicos y técnicos, en todos los aspectos de la convivencia humana, se han estrechado mucho más en estos últimos años. Por ello, necesariamente la interdependencia de los pueblos se hace cada vez mayor. Así, pues, los problemas más importantes del día en el ámbito científico y técnico, económico y social, político y cultural, por rebasar con frecuencia las posibilidades de un solo país, afectan necesariamente a muchas y algunas veces a todas las naciones. (Mater et Magistra, nn. 200-201)


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