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  DSI011
 
.:: DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA :: ART. 11 ::.
ARTÍCULO ONCE: CONCLUSIÓN

I. EL RETO DE LA ENSEÑANZA SOCIAL CATÓLICA
365. León XIII, después de haber formulado los principios y orientaciones para la solución de la cuestión obrera, escribió unas palabras decisivas: “Cada uno haga la parte que le corresponde y no tenga dudas, porque el retraso podría hacer más difícil el cuidado de un mal ya tan grave”; y añade más adelante: “Por lo que se refiere a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto ella regateará su esfuerzo” (RN, n. 51). (Centesimus Annus, n. 56)
366. Estos son los deseos, venerables hermanos, que Nos formulamos al terminar esta carta, a la cual hemos consagrado durante mucho tiempo nuestra solicitud por la Iglesia universal; los formulamos, a fin de que el divino Redentor de los hombres, “que ha venido a ser para nosotros, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención” (1 Cor 1, 30), reine y triunfe felizmente a lo largo de los siglos, en todos y sobre todo; los formulamos también para que, restaurado el recto orden social, todos los pueblos gocen, al fin, de prosperidad, de alegría y de paz. (Mater et Magistra, n. 263)
367. Para la Iglesia el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción. Impulsados por este mensaje, algunos de los primeros cristianos distribuían sus bienes a los pobres, dando testimonio de que, no obstante las diversas proveniencias sociales, era posible una convivencia pacífica y solidaria. Con la fuerza del Evangelio, en el curso de los siglos, los monjes cultivaron las tierras; los religiosos y las religiosas fundaron hospitales y asilos para los pobres; las cofradías, así como hombres y mujeres de todas las clases sociales, se comprometieron en favor de los necesitados y marginados, convencidos de que las palabras de Cristo: “Cuantas veces hagáis estas cosas a uno de mis hermanos más pequeños, lo habéis hecho a mí” (Mt 25, 40) no deben quedarse en un piadoso deseo, sino convertirse en compromiso concreto de vida. Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna. De esta conciencia deriva también su opción preferencial por los pobres, la cual nunca es exclusiva ni discriminatoria de otros grupos. Se trata, en efecto, de una opción que no vale solamente para la pobreza material, pues es sabido que, especialmente en la sociedad moderna, se hallan muchas formas de pobreza no sólo económica, sino también cultural y religiosa. El amor de la Iglesia por los pobres, que es determinante y pertenece a su constante tradición, la impulsa a dirigirse al mundo en el cual, no obstante el progreso técnico-económico, la pobreza amenaza con alcanzar formas gigantescas. En los países occidentales existe la pobreza múltiple de los grupos marginados, de los ancianos y enfermos, de las víctimas del consumismo y, más aún, la de tantos prófugos y emigrados; en los países en vías de desarrollo se perfilan en el horizonte crisis dramáticas si no se toman a tiempo medidas coordinadas internacionalmente. (Centesimus Annus, n. 57)
368. En este empeño, deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a “anunciar a los pobres la Buena Nueva ... a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y mujeres, como se ha dicho varias veces durante la reciente Asamblea sinodal. A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia. Quiero dirigirme especialmente a quienes, por el sacramento del Bautismo y la profesión de un mismo Credo, comparten con nosotros una verdadera comunión, aunque imperfecta. Estoy seguro de que tanto la preocupación que esta Encíclica transmite, como las motivaciones que la animan, les serán familiares, porque están inspiradas en el Evangelio de Jesucristo. Podemos encontrar aquí una nueva invitación a dar un testimonio unánime de nuestras comunes convicciones sobre la dignidad del hombre, creado por Dios, redimido por Cristo, santificado por el Espíritu, y llamado en este mundo a vivir una vida conforme a esta dignidad. A quienes comparten con nosotros la herencia de Abrahán, “nuestro padre en la fe” (cf. Rom 4, 11), y la tradición del Antiguo Testamento, es decir, los judíos; y a quienes, como nosotros, creen en Dios justo y misericordioso, es decir, los musulmanes, dirijo igualmente, este llamado, que hago extensivo, también, a todos los seguidores de las grandes religiones del mundo. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 47)
369. Por ello dirigimos nuevamente a todos los cristianos, de manera apremiante, un llamamiento a la acción. En nuestra encíclica sobre el desarrollo de los pueblos insistíamos para que todos se pusieran a la obra: “Los seglares deben asumir como su tarea propia la renovación del orden temporal, si la función de la jerarquía es la de enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que hay que seguir en este campo, pertenece a ellos, mediante sus iniciativas y sin esperar pasivamente consignas y directrices, penetrar del espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de su comunidad de vida” (PP, n. 42). Que cada cual se examine para ver lo que ha hecho hasta aquí y lo que debe hacer todavía. No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos también responsables, y que, por tanto, la conversión personal es la primera exigencia. Esta humildad fundamental quitará a nuestra acción toda clase de asperezas y de sectarismos; evitará también el desaliento frente a una tarea que se presenta con proporciones inmensas. La esperanza del cristiano proviene en primer lugar, de saber que el Señor está obrando con nosotros en el mundo, continuando en su Cuerpo que es la Iglesia-y mediante ella en la humanidad entera-la redención consumada en la cruz, y que ha estallado en victoria la mañana de la resurrección; le viene, además, de saber que también otros hombres colaboran en acciones convergentes de justicia y de paz, porque bajo una aparente indiferencia existe en el corazón de todo hombre una voluntad de vida fraterna y una sed de justicia y de paz que es necesario satisfacer. (Octogesima Adveniens, n. 48) 


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